viernes, 15 de mayo de 2015

La deshumanización de la felicidad

Vivimos en un mundo tan sumamente acelerado, que por lo general se nos olvida lo más importante de este camino que todos iniciamos: Ser felices.

Si nos parasemos unos minutos a evaluar nuestros días, nos daremos cuenta que desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, nos encontramos en una vorágine de acontecimientos, obligaciones, hipermotivaciones, discusiones y actividades que convierten nuestra existencia en una auténtica monotonía mecánica.

Se nos está olvidando lo más importante, estar a gusto con nosotros mismos.  Esa sensación de llegar a la cama por la noche y decir "Sí, hoy ha sido un buen día".  Ya sabes a lo que me refiero, hablamos de ese disfrutar de nuestros amigos, del sabor del café del desayuno, de un abrazo sincero o simplemente de un paseo bajo el sol del día.



El sistema social en el que estamos envueltos, realmente nos hace dedicarnos tan poco tiempo a nosotros mismos que paulatinamente nos deshumaniza.  Cada vez pasamos menos tiempo con nuestros seres queridos, reflexionando o conociéndonos  y más en el trabajo, frente al ordenador, en el gimnasio o lidiando con problemas ajenos a nuestra naturaleza, que no es otra que vivir.

Socialmente estamos retrocediendo a niveles de siglos pasados, anulando el pensamiento del pueblo y fomentando su mecanismo automatizado. Como decía el Che Guevara, "un pueblo que no sabe leer, es un pueblo fácil de engañar" y en esas estamos.  Metafóricamente hablando, si las personas no tenemos tiempo para mirar en nuestro interior es muy complicado poder generar un sentimiento social potente y estable.

Es decir, si no nos paramos a pensar en la ruta que estamos tomando, seguramente acabaremos en la que sigue la mayoría. La moda, la música, tener una carrera, un trabajo, casarse...

Estamos anestesiados. Se habla de la pérdida de interés de los ciudadanos por la política a escala mundial, pero yo me pregunto ¿Esto es algo desinteresado? Para mi obviamente no lo es, ya que es más fácil controlar minorías convencidas que mayorías discrepantes.  

Y esto se extiende a todos los aspectos de la vida, como por ejemplo la educación.  Tenemos en España un concepto de la formación un tanto llamativo, donde es más importante memorizar que pensar, razonar u opinar.  Un alumno en una clase de historia por regla general, aprenderá los datos de la Revolución Francesa pero quizá no interiorice su significado, no palpe los motivos ni los haga suyos.



Vamos al gimnasio sencillamente porque hay que estar en forma, aunque a veces nos apetezca mucho más irnos a tomar unas cañas, nos pasamos los días anhelando comprar cosas que luego nos dan una felicidad pasajera y así sucesivamente.  Somos entes mecánicas.

Quizá el ejemplo más sangrante de todo esto es la vida laboral.  Trabajar ocho horas al día durante 45 años es una aberración, estamos condenando lo más valioso que se nos ha dado: Nuestro tiempo. En estos últimos diez años estamos relanzando el concepto de trabajador-esclavo, donde las personas vuelven a vivir para trabajar, potenciando precisamente esa deshumanización.  Ya sea por el mundo competitivo que empuja a muchas personas a priorizar antes su éxito económico y profesional a su "yo" o por la mera supervivencia, el modo en el que la mayoría de empresas plantea sus jornadas laborales está contribuyendo a potenciar todo esto.  Hemos generado un mundo tan competitivo, que importa más el tener que el ser y ahí radica precisamente el mayor problema de nuestra sociedad.

Al final, no nos equivoquemos, estamos en este mundo de paso.  Mañana mismo podríamos desaparecer del mapa por mucho dinero, títulos y fama que tengamos ¿Y de qué valdría ser el mejor ejecutivo, presumir delante de los amigos o sufrir por no comprarnos el coche que queremos? ¿Esto nos habría hecho felices? ¿Hubiéramos tenido una vida plena? 

Personalmente discrepo y cada vez tengo más claro que mi vida no es en una condena en una oficina, si no disfrutar de los ratos con mi familia, reírme con mis amigos, seguir enamorado de mi novia y saborear cada momento de felicidad.  Y efectivamente, llegar por la noche a mi cama, cerrar los ojos y por muchos problemas que haya tenido el día poder decir "Sí, merece la pena estar vivo"